Tía Martina
Cada 30 de enero nos detenemos ante Tía Martina, hermana de mi madre, uno de los personajes claves de nuestra mitología personal. Ella era sencilla y modesta, silenciosa y huida, sin embrago, era una real protagonista de la vida. Falleció de noventa y ocho años y sentimos una pena verdadera, porque nos preparábamos para celebrarla centenaria: ¡estuvo a dos pasos de lograrlo! Todavía algunos amigos nos preguntan por ella y se sorprenden que haya muerto, porque, en su delgadez y serenidad, aparecía como eterna, como burlando a la muerte.
-Los tontos se mueren… -solía comentar, cuando se le admiraba en su ancianidad, en su lucidez. Y se esforzaba porque la vida no la dejase atrás. No permitía que nadie se preocupara de su cama, de sus cosas, de su comida. De temprano abandonaba el lecho, y principiaba a vivir, porque este fue su quehacer, atenta a las noticias de la prensa, de lo que publican los diarios de la capital, preocupada de lo que pudiera hacer por otros. ¿Imagináis a una señora octogenaria preocupada de escuchar jazz y preguntar cómo le iba en fútbol al Antofagasta? Aldo Torres Púa, que era persona difícil, nunca dejó de visitarla, mientras residió en nuestra ciudad, preparándose para viajar a Londres, donde murió.
-¿De qué habláis con Tía Martina? -le preguntábamos.
-De todo -replicaba el poeta de "Corbán", agregando que, además, le servía golosinas exquisitas, el fuerte de sus habilidades. Era una tía dulcera. A la muerte de nuestra madre, en 1920, tomó la misión de cuidarnos. Y nos cuidaba con tal celo, que hombres ya, hombres de la noche, nos aguardaba despierta, hasta que llegábamos a casa, de madrugada:
-Son las cinco de la mañana… Malo, malo, caballerito. Un novio lejano y perdido, le envió de París, en edición Garnier, "Prosas Profanas", de Rubén Darío. Lo contamos, porque, allí, nos enseñó a distinguir las letras: ¡qué mejor lección nos regaló para siempre! A Tía Martina le dedicamos esta tarea en limpio de nuestra infancia perdida.