La experiencia
Walter Benjamin nos recuerda en alguna parte de sus diarios de invierno lo decaída que se encuentra la experiencia en nuestros días, no ciertamente la experiencia turística o asociada a los espectáculos, sino la experiencia en su sentido tradicional, la que forma nuestro carácter y nos otorga un sentido ético.
Hoy, dicha experiencia, es la que nos permite comprender el mundo, no se encuentra en ninguna parte. Habitamos un mundo sin moralejas, donde todo es quehacer plano y monótono en busca de la olla de oro al final del camino, de la recompensa pecuniaria, o del placer derivado del dinero del que disponemos.
En un mundo así, solo lo estridente, solo las experiencias con un círculo de neón a su alrededor pueden ser consideradas como tales. Añoramos un viaje a Las Vegas o al Caribe porque consideramos que son la única clase de experiencias que pueden dejar en nosotros una huella indeleble.
Podemos pensar honestamente que la culpa no está en nosotros mismos, sino en el vértigo de un quehacer cotidiano, que por ser siempre igual de repetitivo y embrutecedor, nada puede enseñarnos. La idea que solo en los escasos espacios de ocio y en los paraísos artificiales podemos encontrar el verdadero sentido de la vida.
Puede que el sistema lo haya querido así, un poco como en la fabula del burro que persigue una zanahoria que tiene colgada frente a sus ojos mientras hace andar el carro de su amo. Que todas las dádivas que nos entrega el trabajo, las que consideramos las verdaderas experiencias, no sean más que un engaño para mantenernos sumidos en una actividad incesante y alienante que nos incapacitarán de por vida a tener experiencias reales.
¿Y acaso dicho estilo de vida no puede nada más que significar nuestra condenación? Desprovistos de una verdadera conciencia de nosotros mismos y de la importancia de nuestra vida, ¿no viviremos entonces dentro de grises rutinas a la eterna búsqueda de esos breves y falsos momentos que supuestamente lo justifican todo?