Adiós Mundial
Después de 32 días de fiesta futbolística incesante se acaba el mundial de Brasil. Por fin. No lo digo como esos ariscos intelectuales que arrugan la nariz ante cualquier mención al deporte rey, sino como todo lo contrario: como fanático acérrimo que se emborracha en el bar de turno, grita por su equipo favorito, se tira el pelo en las malas jugadas de su equipo y salta como energúmeno cuando por fin sale el gol.
El fútbol es una pasión maravillosa. Pero también completamente agotadora. Después de un mes de frenesí, uno como que se queda vacío. Después de gritar el gol de Mario Gotze de Alemania sobre Argentina, después de ver como Lahm, el capitán de la Mannschaft levantaba la copa, se experimenta un cierto alivio. No es que uno no ame el fútbol sino que al final toda pasión acaba por extenuarnos. Por dejarnos sin aire en los pulmones. No estamos hechos para tanta locura. Para tanta lucha sin cuartel.
¿Han visto el momento en que un defensor persigue a un delantero y cuando éste marca el gol el defensa cae como muerto? Es un instante de completa derrota, la imagen precisa de cómo el fútbol es nuestro sucedáneo de la guerra, de nuestra necesidad de cada cierto tiempo olvidarnos de nuestra vida diaria y sumergirnos en el delirio colectivo, en el clamor de la fanaticada.
Faltan cuatro años para el próximo mundial de Rusia y me parece bien. No podría soportar otro mes como el que acaba de pasar en menos tiempo. Sobre todo considerando que se vienen dos Copas Américas consecutivas (2015 y 2016) y una Eurocopa (2016). El Dios fútbol nos da un respiro pero uno muy leve.
Es inevitable pensar si podríamos hacer algo mejor con tanta pasión. No parece probable. A lo largo y ancho del mundo hay grandes recintos donde la multitud grita enfervorecida. Sea un estadio de hockey sobre hielo en Helsinki o una cancha de rugby en Auckland. Siempre grandes espectáculos abiertos a dos facciones, una que saldrá victoriosa y la otra derrotada. La pasión siempre.
Linterna